lunes, 2 de abril de 2007

LOS DIOSES NO EXISTEN




Mi edén murmuraba todos los matices y colores de mi preferencia, era perfecto; claro, lo había creado yo. Y allí estaba, cual diosa en su propio edén, asomándome de vez en cuando desde la altura de mis torreones sin ventanas, disfrutando de mi atuendo de deidad.No había un solo instante en que cada objeto creado a mi libre albedrío dejara de sonreírme con sus labios exquisitos de dentadura inmaculada: todo era tan perfecto que mis sentimientos de grandeza y poderío crecían desmesurados y ufanos de sí mismos.
Y como toda diosa inmortal e invencible, quise crear algo distinto y que superara todas mis obras anteriores; entonces, decidí crearte a ti.
Poco a poco elegí el mejor material de mi edén, el barro más fértil y con el más exquisito aroma de lluvia, las flores más hermosas y tersas, y combiné los tonos crepusculares para matizar tu piel. Sobre una piedra machaqué, con mis propias manos, hojas, pétalos y miel, para conseguir el color de tu mirada. ¡Estabas quedando tan perfecto…!
Fueron días y días de afán y creación, no quería caer en errores antiguos, pues no era cosa de terminarte al séptimo día. No, yo no tenía prisa, así que me tomé mi tiempo. Tus formas empezaron a seducirme: de vez en cuando pasaba mi lengua por alguna parte de tu figura inmóvil, necesitaba saber si el toque de dulzura era de mi agrado, o si no lo era; sumergía mi mano en un panal sin abejas, y untaba más miel en el surco húmedo que había dejado mi lengua. A veces notaba que tanta miel iba deformando tu silueta, pero no importaba, sabías delicioso.
Desde luego, todo lo que se empieza termina, y finalmente mi creación, infinitamente bella, quedó concluida. Nunca me sentí tan feliz de ver finalizado algo, ni más orgullosa que entonces.
Mi mirada resplandecía de autosatisfacción, cuando algo extraño llamó mi atención. En tu rostro, muy cerca de tus ojos, brillaba una gota de agua; la tomé delicadamente con la yema de mi dedo índice y resbaló hasta la tierra. Repentinamente, mis pies empezaron a ser acariciados por espumas blanquísimas y un aroma de sal impregnó mi olfato; mis ojos se abrieron enormes ante aquella masa de agua en movimiento que se perdía en la distancia y se confundía con mi tono azul preferido, con el que había coloreado el cielo. Cuando mis pupilas volvieron a tu figura inmóvil, ya no me pareciste tan atractivo, y un enorme desasosiego me embargó, porque ahora me parecía que te faltaba algo, pero no sabía qué.
Anduve días y días vagando por mi edén, que tampoco ya me parecía hermoso: las flores se habían decolorado, la hierba empezaba a tornarse amarillenta y mustia, y todos los árboles comenzaron a perder sus hojas.
Sólo esa masa de agua agitada constantemente parecía tener vida.
Un sentimiento de derrota empezó a opacar el tono de mi piel, y entonces noté que mi rostro estaba húmedo, como cuando descubrí aquella gota de agua en el tuyo. Quise tomar aquel líquido en mis dedos, pero antes de lograrlo, muchas gotas de agua rodaron hasta la tierra y se amalgamaron en una materia lodosa, parecida a la que había usado para modelarte, pero incomprensiblemente diferente. Aquel material especial y suave, empezó a ser modelado por mis manos hasta tomar una extraña forma. Más por instinto, que por cualquier otra razón, mojé parte de tu pecho con aquel agua que no paraba de moverse, para reblandecer un poco la coraza reseca, y cuando estuvo lo suficientemente suave, hice un pequeño agujero; luego metí aquella forma extraña y empecé a resanar intentando cubrir el irregular boquete.
Lo primero que se movió fueron tus pupilas, que me miraron desde una cortina de niebla, después tus manos me tocaron el rostro, suave, muy suavemente. Casi perdí la fuerza de mis piernas cuando tu boca se abrió y escuché algo totalmente incoherente: GRACIAS.
¿Gracias? ¿Qué significaba aquello? No lo sé. Pero entonces supe que mi reinado de diosa había terminado. Cuando extendí mis manos para tocarte, percibí tu piel tibia y mis palmas sintieron algo que se movía debajo. Definitivamente no sabía que había salido mal, pero ya no te parecías en nada a aquel modelo que con tanto placer había formado con mis manos.
Aquella tibieza traspasó mi propia piel y un dolor especial se acomodó en mi pecho. Ya sin mi antiguo atuendo de diosa, totalmente desnuda y vulnerable, te di la espalda, y me perdí en esa masa líquida siempre en movimiento que me arropó como una madre. Una gran calma se apoderó de mí, y supe que nunca más querría volver a ser diosa.
Lo último que alcancé a escuchar, fue una serenata de tamborileos rítmicos que, en el aire, se amalgamaron con los tuyos.
Issa Martínez

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