lunes, 2 de abril de 2007

TRADICIÓN IDÍLICA

La tribu de los Soreoefromes es un clan antiguo. Se dice que son los sobrevivientes de una humanidad que perdió el control de sus instintos y emociones. Perséfone es el nombre de la isla que habitan en honor a una legendaria historia que alguna vez existió, y en la que se cuenta que Perséfone era hija de la Naturaleza.
Sin duda que aquel pedazo de tierra era un paraíso idílico para sus habitantes. En un clima eternamente tropical, las mujeres llevaban los senos al aire y las caderas rodeadas de cortas enaguas de suave hierba, adornada la pretina de macizos florales de gran colorido.
Los varones solo lucían un taparrabos, cubriendo -a manera de suspensorio- su pene, pero que dejaba al descubierto, las firmes nalgas. Llamaba la atención verles siempre sonrientes y bronceados. Tanto jóvenes como viejos, semejaban dioses tropicales y felices. Por su apariencia se podía pensar que todos tenían la misma edad, pero no era así.Su característica más misteriosa, era la rara mixtura del color de sus ojos, en los que resplandecían ámbares, jades y azules. En realidad, eran los únicos seres vivos existentes en el planeta, junto a una impresionante variedad de especimenes animales como tigres, leones, una infinita variedad de aves, y osos; algunos koalas, pandas y canguros, y hasta uno que otro unicornio, también eran huéspedes de Perséfone. Todos, animales y Soreoefromes, se alimentaban de frutos y plantas.
En las tardes en que el clima se entibiaba un poco, se podía ver una gran cantidad de mariposas coloridas posándose en los largos cabellos de algunas mujeres. Perséfone -único pedazo de tierra en el mundo- era abrazada en toda su periferia, por los tonos más azules y cambiantes del mar. Los Soreoefromes tenían una bellísima tradición que conservaban desde que llegaran los primeros pobladores a Perséfone. Existía una época en la que la luna parecía crecer enormemente, tanto, que su luz permitía vislumbrar cada rincón de la isla: justo entonces se realizaban las ceremonias matrimoniales. Su tradición resultaba única, porque solamente en esa época enormes, que duraba unos cuantos días en todo el año, se permitían los matrimonios. Extrañamente, los matrimonios no se realizaban entre hombres y mujeres, sino con criaturas del mar, y cuando la luna era más grande que cualquier otro día.
Mientras les llegaba el turno del matrimonio, cultivaban sus alimentos con semillas de poemas que, en las misericordiosas estaciones de lluvia, florecían en las más hermosas flores perennes jamás vistas. La pareja elegida se desnudaba de sus escasas ropas y se colocaban en la playa, justo donde las espumas parecían plata burbujeante; entonces aparecían un delfín y una sirena emergiendo de entre el oleaje. Los elegidos se dirigían hacia ellos y nunca más se les volvía a ver. Meses después, aparecían en las cálidas y blancas arenas de las playas, envueltos en algas azules, hermosos bebés de ojos color ámbar, jade y azul. Estos vivían en la isla de Perséfone protegidos por todos los miembros de la tribu hasta el día en que les tocara su turno. Y en que, en alguna época futura y en la que la luna se tornara nuevamente enorme, pudieran ir en busca del amor.




Issa Martínez

LOS DIOSES NO EXISTEN




Mi edén murmuraba todos los matices y colores de mi preferencia, era perfecto; claro, lo había creado yo. Y allí estaba, cual diosa en su propio edén, asomándome de vez en cuando desde la altura de mis torreones sin ventanas, disfrutando de mi atuendo de deidad.No había un solo instante en que cada objeto creado a mi libre albedrío dejara de sonreírme con sus labios exquisitos de dentadura inmaculada: todo era tan perfecto que mis sentimientos de grandeza y poderío crecían desmesurados y ufanos de sí mismos.
Y como toda diosa inmortal e invencible, quise crear algo distinto y que superara todas mis obras anteriores; entonces, decidí crearte a ti.
Poco a poco elegí el mejor material de mi edén, el barro más fértil y con el más exquisito aroma de lluvia, las flores más hermosas y tersas, y combiné los tonos crepusculares para matizar tu piel. Sobre una piedra machaqué, con mis propias manos, hojas, pétalos y miel, para conseguir el color de tu mirada. ¡Estabas quedando tan perfecto…!
Fueron días y días de afán y creación, no quería caer en errores antiguos, pues no era cosa de terminarte al séptimo día. No, yo no tenía prisa, así que me tomé mi tiempo. Tus formas empezaron a seducirme: de vez en cuando pasaba mi lengua por alguna parte de tu figura inmóvil, necesitaba saber si el toque de dulzura era de mi agrado, o si no lo era; sumergía mi mano en un panal sin abejas, y untaba más miel en el surco húmedo que había dejado mi lengua. A veces notaba que tanta miel iba deformando tu silueta, pero no importaba, sabías delicioso.
Desde luego, todo lo que se empieza termina, y finalmente mi creación, infinitamente bella, quedó concluida. Nunca me sentí tan feliz de ver finalizado algo, ni más orgullosa que entonces.
Mi mirada resplandecía de autosatisfacción, cuando algo extraño llamó mi atención. En tu rostro, muy cerca de tus ojos, brillaba una gota de agua; la tomé delicadamente con la yema de mi dedo índice y resbaló hasta la tierra. Repentinamente, mis pies empezaron a ser acariciados por espumas blanquísimas y un aroma de sal impregnó mi olfato; mis ojos se abrieron enormes ante aquella masa de agua en movimiento que se perdía en la distancia y se confundía con mi tono azul preferido, con el que había coloreado el cielo. Cuando mis pupilas volvieron a tu figura inmóvil, ya no me pareciste tan atractivo, y un enorme desasosiego me embargó, porque ahora me parecía que te faltaba algo, pero no sabía qué.
Anduve días y días vagando por mi edén, que tampoco ya me parecía hermoso: las flores se habían decolorado, la hierba empezaba a tornarse amarillenta y mustia, y todos los árboles comenzaron a perder sus hojas.
Sólo esa masa de agua agitada constantemente parecía tener vida.
Un sentimiento de derrota empezó a opacar el tono de mi piel, y entonces noté que mi rostro estaba húmedo, como cuando descubrí aquella gota de agua en el tuyo. Quise tomar aquel líquido en mis dedos, pero antes de lograrlo, muchas gotas de agua rodaron hasta la tierra y se amalgamaron en una materia lodosa, parecida a la que había usado para modelarte, pero incomprensiblemente diferente. Aquel material especial y suave, empezó a ser modelado por mis manos hasta tomar una extraña forma. Más por instinto, que por cualquier otra razón, mojé parte de tu pecho con aquel agua que no paraba de moverse, para reblandecer un poco la coraza reseca, y cuando estuvo lo suficientemente suave, hice un pequeño agujero; luego metí aquella forma extraña y empecé a resanar intentando cubrir el irregular boquete.
Lo primero que se movió fueron tus pupilas, que me miraron desde una cortina de niebla, después tus manos me tocaron el rostro, suave, muy suavemente. Casi perdí la fuerza de mis piernas cuando tu boca se abrió y escuché algo totalmente incoherente: GRACIAS.
¿Gracias? ¿Qué significaba aquello? No lo sé. Pero entonces supe que mi reinado de diosa había terminado. Cuando extendí mis manos para tocarte, percibí tu piel tibia y mis palmas sintieron algo que se movía debajo. Definitivamente no sabía que había salido mal, pero ya no te parecías en nada a aquel modelo que con tanto placer había formado con mis manos.
Aquella tibieza traspasó mi propia piel y un dolor especial se acomodó en mi pecho. Ya sin mi antiguo atuendo de diosa, totalmente desnuda y vulnerable, te di la espalda, y me perdí en esa masa líquida siempre en movimiento que me arropó como una madre. Una gran calma se apoderó de mí, y supe que nunca más querría volver a ser diosa.
Lo último que alcancé a escuchar, fue una serenata de tamborileos rítmicos que, en el aire, se amalgamaron con los tuyos.
Issa Martínez