miércoles, 20 de junio de 2007

HUAPANGO Y AMOR

Esa vez no pude frenar mi mano, la que casi al descuido descansé sobre el muslo de Inés. Noté el brillo de sus ojos negros y su lengua que, nerviosa, se paseaba por sus labios carnosos y sus comisuras, como intentando lamer los restos de algún alimento. Me levanté de la mesa de su casa y salí al traspatio. Me adentré un poco en el sembradío de caña, y esperé. Desde donde me encontraba la vi traspasar la puerta y volver su rostro de un lado al otro. Apresuradamente sus pasos se dirigieron hacia donde sabía que me encontraba: aunque el sol estaba en lo alto, y la luz era tan intensa como puede serlo a las doce del día, los juncos de la caña nos protegían de posibles miradas desde la casa. No teníamos mucho tiempo, por lo que nuestras bocas se unieron ansiosamente y pude comprobar, una vez más, que sus labios eran más dulces que la caña. Apenas mi mano bajó por sus nalgas y la sentí temblar. Tímidamente pasó un dedo por la cresta de mis senos que asomaban por el escote y logró que la mitad de mi pecho derecho saliera del sostén. La yema de su dedo tocó mi pezón achocolatado, y este se espigó, acercó su boca y sustituyó su dedo con la humedad de su lengua y, luego, con la parte interna de sus labios. Mi pecho subía y bajaba entre jadeos sutiles, y yo misma alcé mi falda y llevé su mano entre mis piernas. Me estorbaban las bragas que ya sentía húmedas. Restregué mi sexo contra su mano, e Inés la retiró. La miré alejarse mientras me punzaban las entrañas.

El huapango suena con sus requintos largos, y el vuelo blanco de los vestidos ondea al ritmo del zapateo. Las piernas de Inés de María apenas asoman bajo las enaguas del vestido, pero en los giros completos y seguidos los volantes se elevan hasta dejar al descubierto parte de sus turgentes muslos envueltos por los encajes de los blumers.
Sus ojos negros parecen tener estrellas, y su juventud grita en el quiebre de su cintura. Soy un par de años mayor que ella, pero no tengo su misma frescura ni su mueca adorablemente infantil, a veces luce tan joven como una adolescente.
Son las fiestas dedicadas a San Juan Bautista que cada mes de junio festejamos en Tamazunchale. Fue la primera vez que desee abrazarla, cuando ya había dado a luz a su primer hijo.

Por casualidad la encontré en aquél afluente del Moctezuma, después de días y noches de seguirla con la mirada cuando iba al mercado, o cuando la miraba salir los domingos por la mañana de la iglesia. Con eso me conformé durante años, pero aquella mañana en que se me había antojado un chapuzón en el río la vi llegar cuando me encontraba en el agua. Me saludó con la mano y se quitó el vestido, y así, en ropa interior, subió ágilmente por entre las ramas de un árbol, para equilibrarse y lanzarse en un clavado casi perfecto desde la rama más alta. Nadando llegó hasta mí. Parecía una chiquilla y no la madre de los dos hijos que para entonces ya tenía. Su belleza morena resaltaba entre el verde claro del agua. Desde entonces, cada semana volvía al río y ahí estaba ella. Por eso, y por algo que emitía su lenguaje corporal, fue que me animé a besarla por vez primera. Comprobé, entonces, que mis temores de rechazo fueron infundados: Inés de María respondió a mi beso como soñé durante muchas noches que lo haría.

Una mañana que habíamos acordado encontrarnos en el río, Inés no llegó. Tampoco se presentó al día siguiente, ni al siguiente. Escuché rumores de que Gilberto, su marido, le había propinado una golpiza. Los chismes corren rápido en un pueblo como Tamazunchale: pronto todo el pueblo comentaba que porque era frígida. La indignación y el coraje me revolvieron el estómago. ¡Cómo se atrevían a hablar así de ella! ¿Qué podían saber ellos? Yo la había sentido temblar de deseo entre mis brazos. Muchas veces le pedí que nos fuéramos de ahí, pero nunca pude convencerla.
Cuando sanó de los golpes reanudamos nuestras citas, de manera apresurada, como siempre. Fueron muchos años de encontrarnos a escondidas. Nos apañamos para que yo pudiera entrar a su casa de vez en cuando. Inés le decía a Gilberto que se aburría, y él le había dado permiso para invitar a sus amigas ocasionalmente. Algunas veces Gilberto nos encontró con alguna costura en las manos a la que nunca dimos más de tres o cuatro puntadas. Algunas otras, acompañábamos a los muchachos a pasear al kiosco, mientras ellos se divertían como correspondía a su edad, nosotras nos conformábamos con sentarnos juntas en alguna banca de la plaza bajo la sombra de los nogales, o a alguna mesa de la refresquería del pueblo a beber café. Nadie dudaba de mi honorabilidad, pues a mis casi cincuenta años, todos dan por hecho que soy una solterona respetable.

La semana próxima vuelven a celebrarse las fiestas de San Juan Bautista; no es que sienta especial atracción por estas, pero no puedo olvidar que fue en una de esas celebraciones en la que quedé prendada de la belleza de Inés de María. ¡Cuántos años han pasado! Pronto cumpliré sesenta. Si Inés viviera, tendría apenas dos años menos que yo. De vez en cuando me encuentro con sus hijos: Juan Gilberto ya está casado, y su hermana, Amelia, se ha metido de monja.
Inés fue mi único amor. Aún ahora, mis sueños le pertenecen. Aún ahora, sigo deseándola como cuando la miré bailando al ritmo del huapango. Nunca pude poseerla como hubiera querido. Pobre Inés, su martirio fue tener que soportar al bruto de Gilberto. Aparentando, fingiendo y, muriendo golpeada e insatisfecha.
Y el mío, haberla gozado siempre a medias…

Tras haber matado en la última golpiza a Inés de María, se escucharon rumores de que Gilberto se había emborrachado tanto, que se resbaló en uno de los barrancos.


Yo sé que no fue así.


Issa Martínez

lunes, 2 de abril de 2007

TRADICIÓN IDÍLICA

La tribu de los Soreoefromes es un clan antiguo. Se dice que son los sobrevivientes de una humanidad que perdió el control de sus instintos y emociones. Perséfone es el nombre de la isla que habitan en honor a una legendaria historia que alguna vez existió, y en la que se cuenta que Perséfone era hija de la Naturaleza.
Sin duda que aquel pedazo de tierra era un paraíso idílico para sus habitantes. En un clima eternamente tropical, las mujeres llevaban los senos al aire y las caderas rodeadas de cortas enaguas de suave hierba, adornada la pretina de macizos florales de gran colorido.
Los varones solo lucían un taparrabos, cubriendo -a manera de suspensorio- su pene, pero que dejaba al descubierto, las firmes nalgas. Llamaba la atención verles siempre sonrientes y bronceados. Tanto jóvenes como viejos, semejaban dioses tropicales y felices. Por su apariencia se podía pensar que todos tenían la misma edad, pero no era así.Su característica más misteriosa, era la rara mixtura del color de sus ojos, en los que resplandecían ámbares, jades y azules. En realidad, eran los únicos seres vivos existentes en el planeta, junto a una impresionante variedad de especimenes animales como tigres, leones, una infinita variedad de aves, y osos; algunos koalas, pandas y canguros, y hasta uno que otro unicornio, también eran huéspedes de Perséfone. Todos, animales y Soreoefromes, se alimentaban de frutos y plantas.
En las tardes en que el clima se entibiaba un poco, se podía ver una gran cantidad de mariposas coloridas posándose en los largos cabellos de algunas mujeres. Perséfone -único pedazo de tierra en el mundo- era abrazada en toda su periferia, por los tonos más azules y cambiantes del mar. Los Soreoefromes tenían una bellísima tradición que conservaban desde que llegaran los primeros pobladores a Perséfone. Existía una época en la que la luna parecía crecer enormemente, tanto, que su luz permitía vislumbrar cada rincón de la isla: justo entonces se realizaban las ceremonias matrimoniales. Su tradición resultaba única, porque solamente en esa época enormes, que duraba unos cuantos días en todo el año, se permitían los matrimonios. Extrañamente, los matrimonios no se realizaban entre hombres y mujeres, sino con criaturas del mar, y cuando la luna era más grande que cualquier otro día.
Mientras les llegaba el turno del matrimonio, cultivaban sus alimentos con semillas de poemas que, en las misericordiosas estaciones de lluvia, florecían en las más hermosas flores perennes jamás vistas. La pareja elegida se desnudaba de sus escasas ropas y se colocaban en la playa, justo donde las espumas parecían plata burbujeante; entonces aparecían un delfín y una sirena emergiendo de entre el oleaje. Los elegidos se dirigían hacia ellos y nunca más se les volvía a ver. Meses después, aparecían en las cálidas y blancas arenas de las playas, envueltos en algas azules, hermosos bebés de ojos color ámbar, jade y azul. Estos vivían en la isla de Perséfone protegidos por todos los miembros de la tribu hasta el día en que les tocara su turno. Y en que, en alguna época futura y en la que la luna se tornara nuevamente enorme, pudieran ir en busca del amor.




Issa Martínez

LOS DIOSES NO EXISTEN




Mi edén murmuraba todos los matices y colores de mi preferencia, era perfecto; claro, lo había creado yo. Y allí estaba, cual diosa en su propio edén, asomándome de vez en cuando desde la altura de mis torreones sin ventanas, disfrutando de mi atuendo de deidad.No había un solo instante en que cada objeto creado a mi libre albedrío dejara de sonreírme con sus labios exquisitos de dentadura inmaculada: todo era tan perfecto que mis sentimientos de grandeza y poderío crecían desmesurados y ufanos de sí mismos.
Y como toda diosa inmortal e invencible, quise crear algo distinto y que superara todas mis obras anteriores; entonces, decidí crearte a ti.
Poco a poco elegí el mejor material de mi edén, el barro más fértil y con el más exquisito aroma de lluvia, las flores más hermosas y tersas, y combiné los tonos crepusculares para matizar tu piel. Sobre una piedra machaqué, con mis propias manos, hojas, pétalos y miel, para conseguir el color de tu mirada. ¡Estabas quedando tan perfecto…!
Fueron días y días de afán y creación, no quería caer en errores antiguos, pues no era cosa de terminarte al séptimo día. No, yo no tenía prisa, así que me tomé mi tiempo. Tus formas empezaron a seducirme: de vez en cuando pasaba mi lengua por alguna parte de tu figura inmóvil, necesitaba saber si el toque de dulzura era de mi agrado, o si no lo era; sumergía mi mano en un panal sin abejas, y untaba más miel en el surco húmedo que había dejado mi lengua. A veces notaba que tanta miel iba deformando tu silueta, pero no importaba, sabías delicioso.
Desde luego, todo lo que se empieza termina, y finalmente mi creación, infinitamente bella, quedó concluida. Nunca me sentí tan feliz de ver finalizado algo, ni más orgullosa que entonces.
Mi mirada resplandecía de autosatisfacción, cuando algo extraño llamó mi atención. En tu rostro, muy cerca de tus ojos, brillaba una gota de agua; la tomé delicadamente con la yema de mi dedo índice y resbaló hasta la tierra. Repentinamente, mis pies empezaron a ser acariciados por espumas blanquísimas y un aroma de sal impregnó mi olfato; mis ojos se abrieron enormes ante aquella masa de agua en movimiento que se perdía en la distancia y se confundía con mi tono azul preferido, con el que había coloreado el cielo. Cuando mis pupilas volvieron a tu figura inmóvil, ya no me pareciste tan atractivo, y un enorme desasosiego me embargó, porque ahora me parecía que te faltaba algo, pero no sabía qué.
Anduve días y días vagando por mi edén, que tampoco ya me parecía hermoso: las flores se habían decolorado, la hierba empezaba a tornarse amarillenta y mustia, y todos los árboles comenzaron a perder sus hojas.
Sólo esa masa de agua agitada constantemente parecía tener vida.
Un sentimiento de derrota empezó a opacar el tono de mi piel, y entonces noté que mi rostro estaba húmedo, como cuando descubrí aquella gota de agua en el tuyo. Quise tomar aquel líquido en mis dedos, pero antes de lograrlo, muchas gotas de agua rodaron hasta la tierra y se amalgamaron en una materia lodosa, parecida a la que había usado para modelarte, pero incomprensiblemente diferente. Aquel material especial y suave, empezó a ser modelado por mis manos hasta tomar una extraña forma. Más por instinto, que por cualquier otra razón, mojé parte de tu pecho con aquel agua que no paraba de moverse, para reblandecer un poco la coraza reseca, y cuando estuvo lo suficientemente suave, hice un pequeño agujero; luego metí aquella forma extraña y empecé a resanar intentando cubrir el irregular boquete.
Lo primero que se movió fueron tus pupilas, que me miraron desde una cortina de niebla, después tus manos me tocaron el rostro, suave, muy suavemente. Casi perdí la fuerza de mis piernas cuando tu boca se abrió y escuché algo totalmente incoherente: GRACIAS.
¿Gracias? ¿Qué significaba aquello? No lo sé. Pero entonces supe que mi reinado de diosa había terminado. Cuando extendí mis manos para tocarte, percibí tu piel tibia y mis palmas sintieron algo que se movía debajo. Definitivamente no sabía que había salido mal, pero ya no te parecías en nada a aquel modelo que con tanto placer había formado con mis manos.
Aquella tibieza traspasó mi propia piel y un dolor especial se acomodó en mi pecho. Ya sin mi antiguo atuendo de diosa, totalmente desnuda y vulnerable, te di la espalda, y me perdí en esa masa líquida siempre en movimiento que me arropó como una madre. Una gran calma se apoderó de mí, y supe que nunca más querría volver a ser diosa.
Lo último que alcancé a escuchar, fue una serenata de tamborileos rítmicos que, en el aire, se amalgamaron con los tuyos.
Issa Martínez

miércoles, 14 de marzo de 2007

LA IRIDISCENCIA DE MIS ESCAMAS




El crepúsculo bañaba la casa de la playa. Me encontraba sola, con esa soledad íntima que inconforma, a veces, con la permanencia del ser que ocupa un espacio.

A través de la ventana podía mirar la calidez dorada de la arena y, pocos metros adelante, el mar. El atardecer le bañaba de hermosas tonalidades doradas, amarillas y rojas.

Sentí el deseo de sentarme a su orilla, por lo que salí de la casa y caminé lentamente hasta situarme en el límite impreciso, en donde las olas lamían mis pies descalzos.
Toda mi vida quise estar desnuda en cualquier playa, por lo que decidí que era la ocasión para satisfacer mis deseos, así que desabotoné mi pantalón corto y bajé la cremallera: la diminuta prenda resbaló por mis piernas y calló en la arena, la blancura de mis bragas siguió el mismo camino.

Sabía que no había manera de que alguien irrumpiera en mi tranquila soledad, por lo que alcé mis brazos y saqué por mi cabeza la playera de algodón azul, - n o llevaba sostén-, por lo que mi cuerpo quedó completamente desnudo.

El viento costeño besó mi cuerpo y despeinó la oscuridad de mis cabellos. Me senté en la arena, la sentí caliente, a pesar de que ya el sol empezaba a ocultarse, lo percibí en mis nalgas y en mis labios carnosos -puertas a medio abrir de mis atributos de mujer-.

Bajé la vista y para notar mi vello púbico cubierto de diminutos granitos de arena. Mi mano se acercó y los sacudió un poco, al hacerlo un calorcito dulce invadió mi cuerpo, sentí deseo de acariciarme más íntimamente y lo hice.

Mis dedos recorrieron mis rincones con placidez y, por fuera, las manos del sol me daban el más tierno calor que se combinaba deliciosamente.

Me tendí de espaldas y la cálida arena me recibió completa. Era una sensación maravillosa poder mirar el cielo y sentir dentro de mí al mismo tiempo.

Así, disfrutando del momento, flexioné mis rodillas y apoyé mis pies en la arena, de manera que mis piernas quedaran entreabiertas. Mi mano volvió a darme placer, pero esta vez de manera más íntima: sentía como si mi cuerpo flotara entre el cielo y la arena; si cerraba los ojos, perdía la noción del lugar en que me encontraba.

No sé cuanto tiempo pasé sintiendo las más exquisitas sensaciones, las que empezaban en mi sexo y se extendían a mis piernas, a mis brazos, y a mi cara, que sentía ruborizada. Mi cuerpo clamaba el placer que yo ya no podía darle.
Con mi ser anhelante y jadeante me puse en pie.

El panorama había cambiado, ya el sol no se encontraba en el horizonte. La noche, nuevecita, sombreaba la inmensidad salina sin obscurecerla por completo, y esas sombras, esos extraños matices claro-obscuros, resaltaban la blancura de la espuma de las olas. Caminé hacia el mágico espectáculo: tenía el propósito de salir de mi sueño ardiente, pero sucedió todo lo contrario, pues las maravillosas manos del mar me regalaron las más íntimas y secretas caricias.

Sumergida hasta mis pechos, que mi amante lamía sin darme tregua, me arrojé a sus brazos y floté en su mundo junto a él. No conocí jamás amante más tierno y cariñoso. Ni más apasionado y experto. El clímax llegó a mi cuerpo y mis jugos se confundieron con su sal.

Permanecí en sus brazos sin querer dejarlo. Me pareció que aquella calma acunándome con la voz del mar, podía ser la misma que sienten los fetos dentro del vientre materno.
Ya había sido suficiente, tenía que volver a casa. Quise nadar hacia la playa como normalmente se hace, pero al tratar de alternar mis brazos y mis piernas no pude hacerlo. Pretendí ponerme en pie para medir la profundidad del agua, pero mis pies no me respondían. Qué extraña sensación, que si bien me sorprendía, no tenía miedo.

Ya la noche había caído más espesa y la luna brillaba sobre el mar y sobre mi cuerpo. Fue entonces cuando descubrí un traje muy hermoso que tan solo me vestía de la cintura para abajo; no distinguía todos sus colores, pero, tal vez por el brillo de la luna, destacaba el plateado. Era largo y entallado, y despuntaba en un hermoso abanico.

Sabía de qué se trataba, sabía lo que en realidad era. Una sonrisa se dibujó en mis labios. El mar era celoso y me reclamaba, por lo que me perdí en las negras y tibias profundidades, ondeando, al ritmo de la marea, mis caderas.


Issa Martínez