miércoles, 14 de marzo de 2007

LA IRIDISCENCIA DE MIS ESCAMAS




El crepúsculo bañaba la casa de la playa. Me encontraba sola, con esa soledad íntima que inconforma, a veces, con la permanencia del ser que ocupa un espacio.

A través de la ventana podía mirar la calidez dorada de la arena y, pocos metros adelante, el mar. El atardecer le bañaba de hermosas tonalidades doradas, amarillas y rojas.

Sentí el deseo de sentarme a su orilla, por lo que salí de la casa y caminé lentamente hasta situarme en el límite impreciso, en donde las olas lamían mis pies descalzos.
Toda mi vida quise estar desnuda en cualquier playa, por lo que decidí que era la ocasión para satisfacer mis deseos, así que desabotoné mi pantalón corto y bajé la cremallera: la diminuta prenda resbaló por mis piernas y calló en la arena, la blancura de mis bragas siguió el mismo camino.

Sabía que no había manera de que alguien irrumpiera en mi tranquila soledad, por lo que alcé mis brazos y saqué por mi cabeza la playera de algodón azul, - n o llevaba sostén-, por lo que mi cuerpo quedó completamente desnudo.

El viento costeño besó mi cuerpo y despeinó la oscuridad de mis cabellos. Me senté en la arena, la sentí caliente, a pesar de que ya el sol empezaba a ocultarse, lo percibí en mis nalgas y en mis labios carnosos -puertas a medio abrir de mis atributos de mujer-.

Bajé la vista y para notar mi vello púbico cubierto de diminutos granitos de arena. Mi mano se acercó y los sacudió un poco, al hacerlo un calorcito dulce invadió mi cuerpo, sentí deseo de acariciarme más íntimamente y lo hice.

Mis dedos recorrieron mis rincones con placidez y, por fuera, las manos del sol me daban el más tierno calor que se combinaba deliciosamente.

Me tendí de espaldas y la cálida arena me recibió completa. Era una sensación maravillosa poder mirar el cielo y sentir dentro de mí al mismo tiempo.

Así, disfrutando del momento, flexioné mis rodillas y apoyé mis pies en la arena, de manera que mis piernas quedaran entreabiertas. Mi mano volvió a darme placer, pero esta vez de manera más íntima: sentía como si mi cuerpo flotara entre el cielo y la arena; si cerraba los ojos, perdía la noción del lugar en que me encontraba.

No sé cuanto tiempo pasé sintiendo las más exquisitas sensaciones, las que empezaban en mi sexo y se extendían a mis piernas, a mis brazos, y a mi cara, que sentía ruborizada. Mi cuerpo clamaba el placer que yo ya no podía darle.
Con mi ser anhelante y jadeante me puse en pie.

El panorama había cambiado, ya el sol no se encontraba en el horizonte. La noche, nuevecita, sombreaba la inmensidad salina sin obscurecerla por completo, y esas sombras, esos extraños matices claro-obscuros, resaltaban la blancura de la espuma de las olas. Caminé hacia el mágico espectáculo: tenía el propósito de salir de mi sueño ardiente, pero sucedió todo lo contrario, pues las maravillosas manos del mar me regalaron las más íntimas y secretas caricias.

Sumergida hasta mis pechos, que mi amante lamía sin darme tregua, me arrojé a sus brazos y floté en su mundo junto a él. No conocí jamás amante más tierno y cariñoso. Ni más apasionado y experto. El clímax llegó a mi cuerpo y mis jugos se confundieron con su sal.

Permanecí en sus brazos sin querer dejarlo. Me pareció que aquella calma acunándome con la voz del mar, podía ser la misma que sienten los fetos dentro del vientre materno.
Ya había sido suficiente, tenía que volver a casa. Quise nadar hacia la playa como normalmente se hace, pero al tratar de alternar mis brazos y mis piernas no pude hacerlo. Pretendí ponerme en pie para medir la profundidad del agua, pero mis pies no me respondían. Qué extraña sensación, que si bien me sorprendía, no tenía miedo.

Ya la noche había caído más espesa y la luna brillaba sobre el mar y sobre mi cuerpo. Fue entonces cuando descubrí un traje muy hermoso que tan solo me vestía de la cintura para abajo; no distinguía todos sus colores, pero, tal vez por el brillo de la luna, destacaba el plateado. Era largo y entallado, y despuntaba en un hermoso abanico.

Sabía de qué se trataba, sabía lo que en realidad era. Una sonrisa se dibujó en mis labios. El mar era celoso y me reclamaba, por lo que me perdí en las negras y tibias profundidades, ondeando, al ritmo de la marea, mis caderas.


Issa Martínez